Son siete cuadras
hasta el picaporte dorado de la puerta blanca con el timbre redondo del
consultorio tres. Es el tercer timbre, porque es el consultorio tres. Lo
recuerdo ahora, ayer, todos los días, excepto los miércoles a las diecinueve
cuando llego a la puerta blanca del picaporte dorado, levanto la mirada y me
encuentro con los tres botones numerados de menor a mayor y de izquierda a
derecha. El primer impulso es apretar el segundo que tiene un número 2 y está
ubicado entre el primer y tercer timbre redondo de plástico, que es el que
tendría que tocar sin dudar; pero dudo y el dedo va hacia el botón del medio y
pienso si es el timbre, si no era otro, si no era el tres y en cómo resolví el
miércoles anterior este dilema. Es el tres y siempre es el mismo timbre todos
los miércoles aunque prefiera los números pares, pero así no funcionan los
timbres, ni los consultorios. Tampoco los psicoanalistas.
Primer cuadra.
Vereda impar.
El informe vence
mañana y faltan algunos puntos. La vecina salió en calzas a pasear su proyecto
de perro. La miro y sabe que la miro y me deja mirarla como si no le importara
que los dos sepamos. Ya lo estoy viendo a Carlos culpándome por no haber
terminado el trabajo. Debería usar esas calzas todos los días. El médico del 9°
B me mira de reojo como queriendo saludar y con esfuerzo digo hola. Me pongo
los auriculares mientras con la excusa del perro seguramente se va a acercar a
ella preguntándole sobre el alimento balanceado, la edad, el veterinario, el
nombre y esas cosas de las que no puedo hablar por falta de interés y de
conocimiento. Llegaré mañana a la reunión con tranquilidad y cuando él suba la
ceja y tuerza la boca como un pulgar hacia abajo facial, lo voy a mirar
fijamente y con una voz serena y firme como nunca me escuchó le voy a decir que
fue Ernesto, su pollo, quien no entregó los puntos. No me explico cómo un perro
tan chico puede cagar tanto.
Doblo a la izquierda.
Subo el volumen. Parece
que a esta hora salimos todos los postergados; gente que se golpea para pasar
primero y viejos que arrastran los pies. Me adelanto con vergüenza y culpa por
tener las piernas más ágiles, por ser más joven, por el impulso del apuro, por
no quedarme detrás de ellos y a su ritmo. Cuando yo arrastre los pies voy a
extrañar la velocidad, pero ahora integro la masa del desasosiego urbano,
aunque llegar tarde o unirme al tráfico de peatones que aun pueden adelantarse resultan
opciones irritantes. También podría terminar el informe antes de la reunión. Si
tomo un taxi en la esquina llego antes al consultorio y tendré que sentarme en
el sillón de la sala de espera hasta que se haga la hora.
Cruzo. Tercer
cuadra.
La esquina del bar.
Después de aquella tarde, nunca más entré. Todos los miércoles miro hacia esa
mesa, como si no nos hubiéramos sentado en otras. Recuerdo cuando me contabas
sobre la Curva de Moebius. Tiene una extraña propiedad: no posee nada que se
pueda llamar dentro y fuera.
Te miré con esa cara. Cortaste la servilleta de papel formando una banda, le
pediste al mozo la birome, hiciste una línea de puntos sobre uno de los lados,
le diste un giro, uniste ambas puntas. Parece que va a llover. Algún día
debería sentarme en esa mesa y pedir un café como si nada hubiera pasado.
Semáforo.
Siempre lo mismo:
basta que piense en que puede llover para que empiece a ver gente que ya salió
con el paraguas por si acaso. Por qué no soy de los que salen con paraguas en
vez de ser de los que salen con apuro? Enciendo un cigarrillo.
Si uno se pone a
andar por la cara interior de la banda, de repente aparece por la cara exterior
y viceversa, dijiste, y llevaste mi dedo a pasear por la línea de puntos azules
hasta que desaparecieron.
Es el tercer timbre,
claramente.
Quinta cuadra.
Terminar el informe
antes. Yo, todo yo. No, que se haga cargo. Yo no soy su asistente, cumplí con
mi parte y no soy ningún pelotudo que se deje pisotear; prefiero ser un hijo de
puta, como Ernesto, de vez en cuando, para variar, para salirme del rol de buen
compañero que salva al equipo desde el anonimato. Gotas. Tendría que haber
tomado un taxi. Voy a llegar mojado al consultorio porque no llevo paraguas
porque no soy previsor porque siempre salgo a último momento con el tiempo
contado para llegar caminando con buen clima hasta la puerta blanca de
picaporte dorado donde me olvido el número pero a dos cuadras se que es el
tres. Si tuviera un asistente, un pelotudo como yo que hiciera todo mi trabajo,
recordaría el paraguas por lo menos.
Avenida. Llueve tanto.
Y después dijiste : Ves? No hay dentro ni fuera, ni arriba, ni abajo…
La curva de Moebius no es
orientable. Los auriculares no son a prueba de agua.
Los Ernestos y los Carlos del
mundo siempre consiguen paraguas, recuerdan los números de los timbres, saben de
perros y no caminan con los zapatos mojados. No quisiera ser ellos ni por un
instante, ni por todo el reconocimiento del mundo, porque yo no soy así, yo
pienso en el otro, yo trabajo para un equipo, yo puedo dejar los egoísmos
personales por una causa común. Soy mejor persona que ellos y entonces no tengo
que engranar por mezquindades como un informe que a nadie le aporta nada ni es
de relevancia en la vida de ninguna persona. Debería ocupar mi tiempo en lo que
realmente importa.
Séptima.
Y no vengo a recostarme mojado en
un diván para perder el tiempo porque algo debo estar buscando, como todos. Como
el del noveno, que quiere a la vecina y sabe que tiene que hablar de perros y
aunque yo también quiera a la de las calzas, no debe ser tanto así o haría
algo, no se, le hablaría del clima pero de seguro prefiere los perros que la
lluvia. Es el número tres, ninguno de los otros. Si me enfermo mañana podría
faltar a la presentación, el informe hablaría de mi trabajo y Ernesto quedaría
expuesto frente a Carlos, que lo miraría con la ceja levantada y me perdería la
satisfacción.
Llego a la puerta blanca de
picaporte dorado que hoy tiene los vidrios empañados y aunque quisiera tocar el
segundo botón redondo de plástico, estoy seguro que es último timbre impar de
la derecha donde el dedo se hunde… hasta que desde adentro algo suena, empujo y
se abre.
…es como la curva del eterno presente,
sentenciaste, mientras bebías un sorbo
de té.