sábado, 9 de junio de 2012

Sala C




Entonces
siempre tiene miedo
Cuida bien al niño
de los ecos existencialistas
que saben visitarlo
cuando piensa en todo eso
que se reduce al abrazo
de aquélla,
que está ahí nomás
pero es allá,
afuera
en un sillón,
en otras ellas
y en todas partes
cuando se piensa solo.
Cuida bien su mente
Ella elige la madera.
Le tocan las manos,
en la frente
lo besan.
El mozo se distrae
en unas piernas,
apila tazas sucias.
Café?
No, gracias.
Dale el sol de Enero
Ella se lava la cara.
Era tan joven.
Necesita algo más?
Las doce y diez
Papeles
Firmas
Billetera
Yo me encargo
Dale un vientre blanco
Murmuran
Anécdotas
Se ríen
la abrazan
salen a fumar
a comer
a irse.
A ella
se le corren
las medias negras.
Dale tibia leche de tu cuerpo
Pasillos
Llamadas perdidas
Obituarios
Acompañan en el dolor
Pañuelos
Flores
descompuestas
Fulano y flia
descompuestos
del asco
de la pena
del terror
de la culpa
del alivio
de no ser él.
Todas las hojas son del viento
A ella
las tripas le suenan
Pésame.
a parto viejo.
ya que él las mueve hasta en la muerte
Mi más sentido,
dicen.
Y siempre tiene miedo
de los ecos existencialistas
que saben visitarla
Todas las hojas son del viento
cuando piensa en todo eso
que se reduce al abrazo
de aquél
que está ahí nomás
pero es allá,
adentro
menos la luz del sol.

Moebius




Son siete cuadras hasta el picaporte dorado de la puerta blanca con el timbre redondo del consultorio tres. Es el tercer timbre, porque es el consultorio tres. Lo recuerdo ahora, ayer, todos los días, excepto los miércoles a las diecinueve cuando llego a la puerta blanca del picaporte dorado, levanto la mirada y me encuentro con los tres botones numerados de menor a mayor y de izquierda a derecha. El primer impulso es apretar el segundo que tiene un número 2 y está ubicado entre el primer y tercer timbre redondo de plástico, que es el que tendría que tocar sin dudar; pero dudo y el dedo va hacia el botón del medio y pienso si es el timbre, si no era otro, si no era el tres y en cómo resolví el miércoles anterior este dilema. Es el tres y siempre es el mismo timbre todos los miércoles aunque prefiera los números pares, pero así no funcionan los timbres, ni los consultorios. Tampoco los psicoanalistas.

Primer cuadra. Vereda impar.

El informe vence mañana y faltan algunos puntos. La vecina salió en calzas a pasear su proyecto de perro. La miro y sabe que la miro y me deja mirarla como si no le importara que los dos sepamos. Ya lo estoy viendo a Carlos culpándome por no haber terminado el trabajo. Debería usar esas calzas todos los días. El médico del 9° B me mira de reojo como queriendo saludar y con esfuerzo digo hola. Me pongo los auriculares mientras con la excusa del perro seguramente se va a acercar a ella preguntándole sobre el alimento balanceado, la edad, el veterinario, el nombre y esas cosas de las que no puedo hablar por falta de interés y de conocimiento. Llegaré mañana a la reunión con tranquilidad y cuando él suba la ceja y tuerza la boca como un pulgar hacia abajo facial, lo voy a mirar fijamente y con una voz serena y firme como nunca me escuchó le voy a decir que fue Ernesto, su pollo, quien no entregó los puntos. No me explico cómo un perro tan chico puede cagar tanto.

Doblo a la izquierda.

Subo el volumen. Parece que a esta hora salimos todos los postergados; gente que se golpea para pasar primero y viejos que arrastran los pies. Me adelanto con vergüenza y culpa por tener las piernas más ágiles, por ser más joven, por el impulso del apuro, por no quedarme detrás de ellos y a su ritmo. Cuando yo arrastre los pies voy a extrañar la velocidad, pero ahora integro la masa del desasosiego urbano, aunque llegar tarde o unirme al tráfico de peatones que aun pueden adelantarse resultan opciones irritantes. También podría terminar el informe antes de la reunión. Si tomo un taxi en la esquina llego antes al consultorio y tendré que sentarme en el sillón de la sala de espera hasta que se haga la hora.

Cruzo. Tercer cuadra.

La esquina del bar. Después de aquella tarde, nunca más entré. Todos los miércoles miro hacia esa mesa, como si no nos hubiéramos sentado en otras. Recuerdo cuando me contabas sobre la Curva de Moebius. Tiene una extraña propiedad: no posee nada que se pueda llamar dentro y fuera. Te miré con esa cara. Cortaste la servilleta de papel formando una banda, le pediste al mozo la birome, hiciste una línea de puntos sobre uno de los lados, le diste un giro, uniste ambas puntas. Parece que va a llover. Algún día debería sentarme en esa mesa y pedir un café como si nada hubiera pasado.

Semáforo.

Siempre lo mismo: basta que piense en que puede llover para que empiece a ver gente que ya salió con el paraguas por si acaso. Por qué no soy de los que salen con paraguas en vez de ser de los que salen con apuro? Enciendo un cigarrillo.
Si uno se pone a andar por la cara interior de la banda, de repente aparece por la cara exterior y viceversa, dijiste, y llevaste mi dedo a pasear por la línea de puntos azules hasta que desaparecieron.
Es el tercer timbre, claramente.

Quinta cuadra.

Terminar el informe antes. Yo, todo yo. No, que se haga cargo. Yo no soy su asistente, cumplí con mi parte y no soy ningún pelotudo que se deje pisotear; prefiero ser un hijo de puta, como Ernesto, de vez en cuando, para variar, para salirme del rol de buen compañero que salva al equipo desde el anonimato. Gotas. Tendría que haber tomado un taxi. Voy a llegar mojado al consultorio porque no llevo paraguas porque no soy previsor porque siempre salgo a último momento con el tiempo contado para llegar caminando con buen clima hasta la puerta blanca de picaporte dorado donde me olvido el número pero a dos cuadras se que es el tres. Si tuviera un asistente, un pelotudo como yo que hiciera todo mi trabajo, recordaría el paraguas por lo menos.



Avenida.  Llueve tanto.

Y después dijiste :  Ves? No hay dentro ni fuera, ni arriba, ni abajo…

La curva de Moebius no es orientable. Los auriculares no son a prueba de agua.
Los Ernestos y los Carlos del mundo siempre consiguen paraguas, recuerdan los números de los timbres, saben de perros y no caminan con los zapatos mojados. No quisiera ser ellos ni por un instante, ni por todo el reconocimiento del mundo, porque yo no soy así, yo pienso en el otro, yo trabajo para un equipo, yo puedo dejar los egoísmos personales por una causa común. Soy mejor persona que ellos y entonces no tengo que engranar por mezquindades como un informe que a nadie le aporta nada ni es de relevancia en la vida de ninguna persona. Debería ocupar mi tiempo en lo que realmente importa.

Séptima.

Y no vengo a recostarme mojado en un diván para perder el tiempo porque algo debo estar buscando, como todos. Como el del noveno, que quiere a la vecina y sabe que tiene que hablar de perros y aunque yo también quiera a la de las calzas, no debe ser tanto así o haría algo, no se, le hablaría del clima pero de seguro prefiere los perros que la lluvia. Es el número tres, ninguno de los otros. Si me enfermo mañana podría faltar a la presentación, el informe hablaría de mi trabajo y Ernesto quedaría expuesto frente a Carlos, que lo miraría con la ceja levantada y me perdería la satisfacción.
Llego a la puerta blanca de picaporte dorado que hoy tiene los vidrios empañados y aunque quisiera tocar el segundo botón redondo de plástico, estoy seguro que es último timbre impar de la derecha donde el dedo se hunde… hasta que desde adentro algo suena, empujo y se abre.

…es como la curva del eterno presente, sentenciaste,  mientras bebías un sorbo de té.