Me despertó el sonido lejano y constante de la crecida. Apareciste
con el libro azul de letras doradas y en silencio, temiendo despertarme, te
recostaste conmigo pero de frente en la hamaca que atravesaba la galería. Abrí
los ojos recién cuando comenzaste a leer en voz alta para los dos y vi al cielo
despejarse, dos o tres nubes bajas, tu perfil a contraluz, la hilera negra de hormigas
subir por la pared.
Como en otros días de lluvia, tu
mirada había virado al verde. No dejaba de asombrarme, pero no te lo decía.
-
“Comprendí que para un muchacho
que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un
muerto.”
Tus
dedos iban y volvían, siempre volvían a mis piernas, como un mantra.
-
“Le contesté: Suele parecerse
al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan.”
En el punto y aparte nos
reímos.
Ahora pienso que incluso en
esas horas lo sabíamos. Suspendidos en el aire traslúcido, le habíamos ganado
al tiempo.
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